Cuando queremos describir un timbre, normalmente empleamos términos que, curiosamente, no corresponden al sentido del oído, sino que están prestados o importados de otros sentidos. Así, decimos que un timbre es “dulce” y estamos empleando una metáfora en referencia al sentido del gusto. O decimos que es “brillante” o “áspero” y estamos refiriéndonos, respectivamente, al sentido de la vista y el tacto. Vemos que el timbre tiene una cierta cualidad escurridiza como propiedad del sonido, y normalmente escapa a la posibilidad de una descripción exacta.
Desde un punto de vista algo simple, se puede decir que si un timbre no es ruidoso, entonces corresponde a una onda periódica y se encuentra perfectamente determinado por las líneas que se observan en su espectro: las líneas que están y las que no están, y también cuán altas son. Esto corresponde, aunque sea obvio decirlo, a armónicos presentes o ausentes, y con qué intensidad suena cada uno de ellos.
Desde un punto de vista algo simple, se puede decir que si un timbre no es ruidoso, entonces corresponde a una onda periódica y se encuentra perfectamente determinado por las líneas que se observan en su espectro: las líneas que están y las que no están, y también cuán altas son. Esto corresponde, aunque sea obvio decirlo, a armónicos presentes o ausentes, y con qué intensidad suena cada uno de ellos.
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